El placer de dormir juntos
Hace algunos años, no pude evitar oír la conversación que mantenía una madre con otras dos mujeres en la entrada de una escuela. Hablaba acerca de lo poco que dormía cada noche, de lo cansada que estaba y lo mucho que le desesperaba esa situación; y se excusaba diciendo que no le quedaba más remedio que meter a su hijo en su cama de vez en cuando. Lo decía en un tono bajo y cortado, como si creyera que obraba mal y le avergonzara su decisión. Y, en cierto modo, así era. De hecho, las mujeres que la acompañaban, aparentemente expertas en el asunto, le aconsejaban cortar de raíz, antes de que fuera demasiado tarde y no pudiera sacar jamás a ese pequeño ocupa de la cama.
Lo cierto es que, entonces, no me sorprendió la situación. En realidad, yo no había oído hablar nunca sobre el colecho y, como tantas otras personas, sin una opinión propia y madurada, me dejaba llevar por lo que se comentaba en la calle. Que, básicamente, era lo que esas mujeres recomendaban a aquella madre. Un bebé que dormía con sus padres, teniendo su propia cuna, parecía estar aprovechándose de su confianza para salirse con la suya…
Pasó el tiempo y, años más tarde, tuve la suerte de coincidir en el aula con una maravillosa compañera de trabajo. El concepto que ella tenía sobre la infancia y la manera de tratar a esas personitas tan pequeñas era completamente diferente al que conocía hasta entonces. Su visión nacía desde la igualdad y el respeto. Cualidades fundamentales para convivir en sociedad. Era una apasionada de la educación infantil e hizo que yo viera ese mundo desde aquella misma perspectiva. De lo cual me alegro enormemente y siempre le estaré agradecida por ello. Y es que, durante mi formación universitaria, se le dio tan poca importancia (por no decir ‘ninguna’ ) a esta primera etapa de la vida que, el interés que uno/a tenía, acababa desapareciendo.
Durante aquel curso escolar, aprendí mucho trabajando al lado de aquella compañera y todo lo vivido me motivó, finalmente, a seguir formándome por mi cuenta. Así, llegué a comprender la educación y la crianza con esas mismas cualidades que definen mi labor en la actualidad: vocacional, empática y respetuosa.
Para mí, el acto de colechar no podría definirse únicamente como «dormir con tu hijo/a», sino como una práctica que abarca mucho más; supone un vínculo emocional mucho mayor. Se trata de seguir forjando unos lazos afectivos ya existentes mediante el contacto, el calor, el consuelo, las caricias y la atención que se comparten en un mismo lecho.
Puede parecer sorprendente para muchos/as el hecho de que niños y niñas disfruten de sus sueños al lado de su madre y/o padre. No obstante, no deja de ser un tema cultural. En Japón, por ejemplo, los/as niños/as duermen con sus progenitores hasta los 7 años de edad. Sin embargo, acercándonos a nuestro continente, el número de familias que comparten cama en la actualidad es muy escaso. Aunque a menudo colechar se haya considerado una práctica «moderna», no tiene nada de actual. Si nos remontamos al siglo XIX en Europa, el reducido tamaño de las viviendas (a menudo con un único dormitorio) y el gran número de miembros de una familia, no se asemejaba mucho al de hoy en día y colechar (a pesar de que no se le diera este nombre) era lo más habitual entonces.
Culturalmente, cuando dos personas adultas se instalan en un piso y comienzan su nueva vida en pareja, es algo totalmente aceptable y comprensible que quieran compartir la misma cama para el resto de su vida. Nadie lo discute porque es «lo normal» en nuestra sociedad. Se da por hecho su elección: dormirán juntos, porque se quieren.
Sin embargo, sé por distintas fuentes que cada vez hay más parejas que prefieren dormir separadas, independientemente del amor que sienten el uno por el otro. Porque se trata simplemente de eso, de dormir. De descansar. Si mi pareja ronca, me roba las sábanas cada noche o invade mi espacio imposibilitando que me mueva, ¿tengo que seguir compartiendo la cama porque es lo que se lleva? Cada cual decide con quién duerme o no y porqué. Vale la pena reflexionar sobre lo que queremos/necesitamos y hacerlo, independientemente de lo que opinen los/as demás. Lo aceptable o adecuado es lo que decide uno/a mismo/a, no la mayoría.
Todo esto no viene a decir que todos y todas debamos practicar el colecho (mi discurso sería incoherente si lo pareciera), sino que somos libres de elegir o no esa opción, sin sentir vergüenza o culpa por ello.
Mi pareja y yo dormimos con nuestro hijo desde que nació y, aunque hemos vivido noches de todos los colores, es un placer compartir la cama. En nuestro caso, M. (nuestro hijo) ha transmitido desde el principio su necesidad de dormir conmigo. Nuestra cama le ofrece seguridad y tranquilidad cuando llega la hora de acostarse. Mi instinto me empuja a protegerle entre mis brazos para que, así, pueda descansar feliz y en calma. Y no puedo negar que a mí también me gusta dormir con él. ¿Por qué ir en contra de algo que nos agrada a ambos?